Taxista en París


El oficio de taxista es uno de los más apasionantes que puedan existir. En el perímetro diminuto de un automóvil y en un contacto limitado al tiempo de un viaje, ocurren cosas que contarlas da pudor porque no siempre suenan creíbles, ya sea por su violencia, su dramatismo, su jocosidad o su singularidad.

Yo realicé ese trabajo entre 1992 y el año 2000 en París. Ocho años en los cuales escribí algunas crónicas de lo que vivía pensando que algún día podría publicarlas. Pero ningún periódico francés se interesó en ellas.

Hoy las rescato y las presento aquí jurando ‒a todo aquel que encuentre mi relato exagerado o fantasioso‒ que los hechos contados son absolutamente ciertos, más allá de la picardía que ponga en contar algunos de ellos.

Obtener la licencia de “tachero” en Francia, no es tarea fácil. Los exámenes son severísimos y uno debe pasar por varios bochazos para obtenerlo. En mi época había que conocer de memoria (calle por calle) setenta itinerarios obligatorios que eran los trayectos más cortos entre dos puntos de la ciudad. También saber las direcciones de hospitales, ministerios, comisarías y un montón de direcciones útiles. La parte más brava del examen teórico (que pasarlo daba derecho al examen práctico) consistía en marcar las calles que se solicitaban en el cuestionario sobre un plano “mudo” de la ciudad. Quienes conocen París o vieron su plano, saben que no existen las “manzanas” como nosotros las concebimos y que el trazado municipal es de una gran complejidad. Para peor, en aquel momento el GPS no figuraba ni en la imaginación de los conductores.


Un elemento de gran importancia en mi vida de taxista, era el espejo retrovisor panorámico (ocupaba exactamente el tercio central del parabrisas), que me permitía ver hasta quien estaba sentado a mi lado. De esa manera la comunicación era cara a cara.

He aquí relatos, recuerdos y crónicas diversas que iré agregando cada semana después de este texto de presentación, para facilitar la actualización de su lectura.

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8. Sin GPS y con la brújula debutando.
Aún lo recuerdo con rubor y bronca. Fue en mis comienzos. A cada cliente yo debía demostrarle que los meses de formación en la escuela de taxis y el diploma me habían preparado correctamente para el oficio. Sin embargo, una cosa era tener el plano de París en la cabeza y muy otra reconocerse en su geografía.

En la puerta de un hotel de ya no recuerdo qué barrio, de un grupo de cuatro extranjeros que necesitaban ir al aeropuerto de Orly, dos suben a mi auto y los otros al taxi contiguo. En esos casos, era común que uno de los vehículos tomase la delantera y el otro lo siguiese. Cuando mi colega me hace la señal de que tome la delantera, me entra el susto.
En aquella época yo tenía desplegado en el asiento del acompañante un enorme plano de París para consultarlo de reojo a medida que circulaba. Era también una manera de prevenirlo al pasajero sobre mi condición de debutante, por lo que debía ser comprensivo. Si se trataba de un parisino todo estaba bien pues hasta podía pedirle que me sugiriese un recorrido, pero tratándose de extranjeros que no hablaban francés ni yo inglés, el tema se complicaba. Además, en esos años el GPS era una simple quimera.
Mis nervios me hicieron equivocarme desde la salida: tomaba mal las calles, dudaba sobre los sentidos de circulación o bien giraba en la mala dirección. Iba para cualquier lado y mi colega, que me seguía casi pegado, en lugar de tomar la delantera al verme confundido, se mantenía en su lugar. Me dejé ganar por el pánico porque a pesar de mirar el plano de reojo no lograba situar dónde me encontraba. Por lo mismo, ni siquiera osaba mirar por el retrovisor a los ojos de mis pasajeros, convencido de que se imaginaban que algo raro estaba ocurriendo. En el momento en que pensé detener  el reloj, explicarles lo que me pasaba y llevarlos aunque fuere gratis, me dije que si trataba de hacerme comprender en una lengua que ellos no hablaban todo sería peor.
Por suerte, apareció un milagroso cartel indicándome la dirección del bulevar periférico. Una vez allí, otros me condujeron hasta Orly.
Al llegar, no recuerdo si el monto del viaje fue tanto más importante que el que hubiese sido normal, pero la gente me miró con el odio que inspira un estafador. Pagaron y se perdieron en el aeropuerto.
Mi colega, detrás, ni bien descendieron sus clientes, me regaló una humillación suplementaria: alzó su pulgar en signo de agradecimiento en tanto me decía “¡Sos un capo, eso se llama saber trabajar. Gracias!”
Que el tipo me haya tomado por un canalla de su especie me hizo más daño que mi inexperiencia de debutante.
Regresé a la ciudad con la garganta apretada y unas enormes ganas de vomitar.
Esta misma sensación habría de revivirla meses más tarde, cuando un joven al bajarse del taxi manoteó la cartuchera del asiento del acompañante donde yo guardaba la recaudación del día y se echó a correr.
…..
Boussole débutante

C'était à mes débuts. À chaque client, je devais démontrer que les cinq mois de stage m'avaient préparé pour le métier. Mais j'avais plus Paris dans la tête que sur le terrain.
Devant un hôtel, des étrangers prennent deux taxis pour aller à Orly. Mon collègue me fait signe de prendre les devants. 

Malgré mon plan ouvert sur le siège d'à côté, je me trompe dès le départ : je rate les rues, j'hésite sur les sens uniques, je tourne dans la mauvaise direction. Je vais n'importe où. Mon collègue me suit de près. Je panique. Je regarde le plan du coin de l'oeil, mais je n'arrive pas à me situer. Je n'ose même pas regarder mes clients dans le rétroviseur, car j'ai l'impression qu'ils se doutent de quelque chose.

Je suis plusieurs fois tenté d'arrêter le compteur et de leur expliquer, leur promettre que je les conduirai à Orly gratis s'il le faut. Mais je n'arriverai pas à me faire comprendre. Pour ne pas éveiller leur méfiance, je ne me permets pas non plus prendre le plan pour m'orienter.

Je m'en veux et j'ai envie de pleurer.

Finalement, un panneau me guide jusqu'au périph. Je ne suis pas soulagé pour autant.
Arrivé à Orly, j'ignore si le montant de la course est aussi important que mon désespoir devant l'air gêné et impuissant de ces gens qui me regardent comme un escroc. Ils payent sans mot dire (par méconnaissance de la langue, bien sûr), et je leur rends cinquante balles comme ça, au pif, en priant qu'ils comprennent ce qui vient de se passer et m'excusent. Mais ils disparaissent dans la foule du hall.

Mon collègue me fait un signe d'approbation de son pouce :

- T'es un chef, mon pote ! Tu sais travailler. Merci.

Qu'il me prenne pour un salaud de son espèce, me fait beaucoup plus de mal que ma maladresse de débutant.

Je suis rentré à Paris la gorge serrée par l'envie de vomir. Cette même envie j'allais la retrouver quelques mois plus tard, quand un type en descendant de la voiture s'est emparé de ma sacoche avec la recette de la journée.

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7. El negro de traje y maletín



Cada vez que conté esta anécdota, lo hice con el prurito de no ser creído o, peor aun, de que el oyente lo tomase como una velada ironía racista de mi parte.


Que cada uno lo tome como quiera. Yo relato el hecho tal como lo viví.


Es importante que antes de seguir leyendo, se mire más arriba la foto de mi aspecto de entonces.


Yo circulaba como solíamos decir los tacheros a la maraude -velocidad lenta a la pesca de un pasajero, cosa prohibida porque ralentiza la circulación- entre la Plaza de la República y La Bastilla. Casi llegando a la rue du Pas de la mule, un negro alto y elegante,vestido en impecable traje azul oscuro con chaleco y con un maletín en la mano, me hizo señas para que me detuviese. Mientras acercaba el taxi a la vereda, veo que el hombre hace un gesto de sorpresa y confusión. Al detener el vehículo, en lugar de abrir la puerta y subir, pasa por delante y se acerca a mi ventanilla.


Con una respetuosa inclinación, voz agradable y modales de gentleman, el hombre me dice «disculpe señor pero no presté atención al detenerlo: ocurre que yo no subo jamás al auto de un árabe. Que tenga un buen día». Y volvió a su lugar en la vereda a la espera de otro taxi.


Yo siempre fui muy lerdo para reaccionar, característica propia de la gente que no vive a la defensiva. Con una complicada mezcla de sensaciones, aceleré y, cien metros más allá, casi en la rotonda del monumento a la Bastilla, tomé consciencia de que había sido víctima de un acto de racismo inhabitual. Y me llené de bronca conmigo mismo por no haber hecho lo que hubiese sido razonable en ese momento: bajarme del taxi y decirle “la puta, hermano, los inmigrantes de este país se quejan de ser tratados con racismo por sus habitantes y justamente vos, africano y negro ¿te negás a subir a mi taxi porque soy árabe? ¿No hay algo de racismo putrefacto en tu actitud?


Pero no lo dije. Simplemente me fui con la úlcera medio centímetro más grande.


Y cuando, ya en mi casa, volví y revolví sobre el incidente, caí en la cuenta de por qué yo no había reaccionado como un un ciudadano víctima de un acto de racismo: ¡porque mi actitud interior había sido tan racista como la suya! En efecto, cuando él me dijo “yo no subo al auto de un árabe”, en lugar de mandarlo a la puta que lo parió pensé “¿y por qué me trata de árabe si yo soy argentino?”, posición no verbalizada pero tan xenofóbica como la que él acababa de asestarme.


Me tiré de la oreja toda la noche y me repetí aquello de que hay que hacer un esfuerzo cotidiano para frenar al racista que llevamos adentro.


6. Un pacto con Dios



Durante una jornada taxística bastante aburrida, el buen Dios -harto de luchar contra el malhumor parisino- me propuso el pacto siguiente: si yo lograba arrancarle una sonrisa a tres personas por día, Él se comprometía a reservarme un lugar privilegiado en el Paraíso con vista sobre las nubes nudistas. Al constatar su impotencia en el tema, decidí no perderme la posibilidad de arrancarle un contrato más ventajoso y busqué negociar: de acuerdo con el Paraíso allá arriba pero, mientras tanto, un numerito ganador de la lotería aquí abajo. El desgraciado se mostró inflexible: era como Él lo planteaba o nada.


No tuve más remedio que aceptar sus términos leoninos, y puse manos a la obra desde el día siguiente.



Ensayé todo, pero mis cortesías eran tomadas por las mujeres como intentos de levante y los hombres me miraban como a un trolo; si hacía alguna broma, me respondían con una mirada tan atónita como incrédula, cuando no de desconfianza; si contaba un chiste, nadie alteraba su sobriedad con la más mínima sonrisa.



Estaba a punto de tirar la toalla cuando creí encontrar la solución: debía utilizar el método del látigo y de la aspirina; encender su angustia para, luego, descomprimir y provocar una sonrisa.



Una señora subió al taxi como una tromba y me rogó que zumbase hacia el aeropuerto Charles de Gaulle. Obedecí disciplinadamente y arranqué. Cuando los semáforos se ponían en amarillo me exigía acelerar, si la fila de autos se tornaba medio lenta me rogaba zigzaguear y, si un chofer algo dormido bloqueaba nuestra urgencia, me ordenaba despertarlo a bocinazos.



Con las pelotas un tanto repletas y carucha inocente, metí la cuchara con un “de todos modos, hoy ningún avión despega a causa de la huelga en las torres de control”.



-¡Una huelga! –estalló la mujer, y yo le confirmé la mala noticia con un asentimiento de cabeza.

Puta madre, la mina se puso a llorar a los gritos antes de que pudiese decirle que se trataba de una broma. Cuando lo logré, ella mutó su llanto en una mirada furibunda. De ahí en más, el ambiente en el taxi parecía una cama de fakir.

En el aeropuerto bajó sin siquiera saludarme.

Esa noche no necesité darle demasiadas explicaciones a Dios: Él me dedicó un suspiro comprehensivo, me palmoteó amigablemente la espalda y se mandó a mudar.

Desde ese día no volví a dudarlo: cuando un parisino me exigía romper la velocidad del sonido hacia el aeropuerto, preparaba una carilina y le decía, así como quien no quiere la cosa, “después de todo, aunque yo acelere, con el asunto de la huelga...”

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Pacte avec Dieu

Il y a quelque temps, le bon Dieu - las de traîner la lourde charrette parisienne - me proposa le pacte suivant : si j'arrivais à arracher un sourire à trois Parisiens par jour, il s'engageait à me réserver une place au Paradis avec vue sur les nuages nudistes. J'ai pris tout de suite conscience de son impuissance sur le sujet, et du fait qu'il ne fallait pas perdre la possibilité  de Lui soutirer un contrat plus avantageux. Alors j'ai marchandé : le Paradis là-haut d'accord, mais aussi un petit loto ici-bas. Le salaud s'est montré inflexible : c'était à prendre ou à laisser.

Je n'ai pas eu le choix et j'ai signé. 

Je me suis mis au boulot dès le lendemain. J'ai tout essayé. Les compliments aux femmes étaient pris pour de la drague ; les mecs, eux, me regardaient comme un pédé. Si je faisais des blagues, on me répondait d'un regard incrédule, voire méfiant ; si je racontais des histoires drôles, personne ne riait.

J'étais sur le point de jeter l'éponge, lorsque j'ai cru trouver la solution : je devais me servir de la méthode du fouet et du pansement.  J'allais allumer leur angoisse pour, aussitôt, les faire décompresser et provoquer un sourire.

La dame était montée à la hâte en me priant de foncer vers Roissy. J'obtempère. "De toute façon", j'ajoute l'air naïf, "aucun avion ne décolle aujourd'hui à cause de la grève des aiguilleurs..."

- Une grève !, s'exclame-t-elle, et je lui réponds d'un hochement de tête résigné.

Punaise ! Elle se met à pleurer avant même que je puisse lui dire qu'il s'agit d'une farce. Lorsque je peux le faire, elle troque ses sanglots pour un regard d'une haine furibonde. Après, l'ambiance dans la voiture est à couper au couteau. Elle descend sans même dire au-revoir. 

Ce soir-là je n'ai pas eu besoin d'être bavard avec Dieu. Il s'adressa à moi avec un soupir compréhensif et tapota fraternellement mon épaule.

  Depuis ce jour-là je n'hésite plus. Quand un Parisien me presse d'aller à l'aéroport, je prépare un kleenex  et lui dis l'air de rien : "après tout, que j'accélère ou pas, avec la grève..."

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5. Fue por culpa de Irene Jacob


Como eran las dos de la tarde y aun no había almorzado, hice una parada rápida en un burguer y me compré esas hamburguesas tipo « dos por diez mangos » y una gaseosa. Al segundo bocado comprendí que habría de pagar con la salud de mi estómago esa fórmula llama «la mejor relación entre calidad y precio ». Lo mismo las devoré y retomé mi trabajo.

Una mujer toda vestida de negro -gesto incluido- me hizo seña. En el afán de que mi humor no se parezca al de las cajeras de los supermercados, siempre asumo el riesgo de saludar a los clientes con una pequeña broma. La mujer me contesta con una mirada despreciativa por el retrovisor panorámico. De puro cabeza dura nomás insisto con otra broma y la mujer me corta en seco :

-¡Yo no acepto bromas de la parte de desconocidos, señor ! Limitesé a conducirme, por favor.

Al convertirme en un Chaplin sin audiencia, apliqué la recomendación número cuatro, párrafo tres bis del Manual del Perfecto chofer de taxi : ignorar los pasajeros agresivos.

Cerré la boca y me concentré en mis obsesiones.

Ese día, mi cabeza era atormentada por una pregunta a la cual debía encontrar una respuesta a fin de lograr un cierto equilibrio psicológico : ¿Juliette Binoche o Irene Jacob ?

Una áspera quemazón gaseosa con sabor a ketchup comenzó a remontar mi tubo digestivo provocándome una mueca de asco.

Puse toda mi sensibilidad al servicio de la respuesta a mi pregunta. Veamos. Un gran sí por Juliette Binoche, pero ¿cual de ellas ? ¿La de las mejillas regordetas de « La insostenible levedad del ser » o bien la de varios kilos de menos en « Los amantes del Pont Neuf » ? me di cuenta que tanto una como la otra me atraían según la disposición de mi libido y los días de abstinencia acumulados.

La bola gaseosa se me instaló a la altura de los pulmones y empujaban los botones de la camisa.

Irene Jacob, en cambio, reunía todas las condiciones para alimentar mis ganas y mis fantasías en cualquier etapa de su carrera filmográfica. Sobre todo aquella de “La doble vida de Véronique”, donde relucía la sensualidad que la alegría de vivir pinta sobre la piel de ciertas mujeres.

Con mi clienta desaparecida detrás de su silencio, la monotonía del viaje instalada y mis reflexiones erótico-fílmicas en plena turbulencia, el eruto me reventó en la boca sonoro y potente como el de un albañil en el andamio.

-¡Qué son esos modos, señor! -gritó la mujer detrás mío recordándome su existencia.

Tan enrojecido como paralizado por la vergüenza, no supe qué hacer. Ella sí: me pidió que frenase en el acto, tiró un par de billetes sobre el asiento trasero y huyó.

¡Si Irene Jacob supiera que acababa de aportar su granito de bilis a la ya internacional fama de grosería de los taxistas parisinos!


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À cause d'Irène Jacob

Comme il était quatorze heures et je n'avais pas encore déjeuné, j'ai fait un petit stop pour m'acheter ces hamburgers du style « deux pour dix balles » et un coca. À la deuxième bouchée, je me suis rendu compte que j'allais payer de mon estomac ce qu'on appelle « le meilleur rapport qualité - prix ». Je les ai ingurgités quand même, et j'ai repris le boulot. 
Une dame tout habillée de noir - geste compris - me fait signe. Pour que mon humeur ne soit jamais prise celui d'un caissier de ban­que, je cours toujours le risque d'une petite blague. La dame me re­garde d'un air méchant dans le rétroviseur. Têtu, j'insiste, et elle me coupe court :
 
- Je n'aime pas les blagues des inconnus, m'sieur, limitez-vous à me conduire, s'il vous plaît !
 
Charlot sans audience et la couleur de la course affichée, j'appli­que alors la recommandation 3 bis alinéa 14 du Manuel du parfait chauffeur de taxi : ignorer les clients agressifs. Je la ferme et me con­centre sur mes pensées.
 
Ce jour-là tournaient dans ma tête deux questions sur lesquelles je devais trancher pour garder un certain équilibre psychologique : Jack Lang ou Lionel Jospin ? Juliette Binoche ou bien Irène Jacob ?
 
Une âpre brûlure gazeuse aux relents de ketchup commençait à remonter mon tube digestif, en me provoquant une moue de dégoût.
 
J'ai laissé tomber la première question, lourde et ennuyeuse, et je me suis employé à décortiquer la deuxième. Voyons voir. Juliette Bino­che ouais, mais laquelle ? Celle aux joues rondelettes de " L'insoutenable légèreté de l'être " ou bien celle avec quelques kilos de moins des " Amants du pont Neuf " ? Assez vite je me suis rendu compte que l'une et l'autre m'attiraient selon la disposition de ma libi­do et les jours d'abstinence endurés.
La boule gazeuse s'était installée au niveau des poumons et re­poussait les boutons de ma chemise.

Irène Jacob, en revanche, réunissait les conditions pour nourrir mes envies et mes fantasmes à n'importe quel moment de sa carrière. Surtout celle de " La double vie de Véronique ", où elle étalait la sen­sualité que la joie de vivre peint sur la peau de certaines femmes.
 
Ma cliente étant parfaitement effacée par le silence, la monotonie de la course et mes réflexions érotico-filmiques, le rot explose dans ma gorge, puissant et sonore comme celui d'un maçon.
 
- Qu'est-ce que c'est que ces manières, m'sieur !, crie la femme derrière moi, en me rappelant son existence.
 Rouge, paralysé par la honte, je ne sais que faire. Elle si, en me demandant de m'arrêter net.
Si Irène Jacob savait qu'elle venait d'ajouter une petite graine à la réputation de grossièreté déjà suffisamment entretenue des chauf­feurs de taxi parisiens !

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4. Faso y guillotina.

En la parada de taxis de la Porte de la Muette, amagó con subir una pareja de ancianos que bullía vivacidad. El hombre se acercó a la ventanilla y me preguntó si aceptaba a los fumadores, pregunta un tanto insólita ya que de su cuello colgaba un cartel que le cubría la mitad del pecho con una leyenda que atacaba el consumo de tabaco. Como le contesté por la negativa, con un golpecito de cabeza autorizó a la mujer a subir.

Tras pedirme que los llevase al hospital Foch, inclinado hacia mí y con el índice apuntando al techo, se despachó en un feroz ataque contra los fumadores sin ahorrarse epítetos ni insultos: esos "chupahumos” no eran más que unos vagos subvencionados en su suicidio por la plata de la Seguridad Social.

Un rato después, con las pelotas un tanto llenas de su discurso, le aclaré que yo no fumaba, cosa que convertía su verborragia en algo verdaderamente inútil.

Tras un suspiro de reflexión, me lanzó en tono exigente:

¿¡Y qué piensa usted de la pena de muerte!?

Bah le contesté desinteresado del tema: yo prefiero que un hijo de puta se pudra toda la vida en la cárcel en lugar de ahorrarle sufrimientos ejecutándolo en dos minutos.

Entonces el tipo retomó su volumen con brío, tratándome directamente de ignorante:

¡En el hospital adonde nos está llevando, señor, hay decenas de pacientes que esperan desesperados un trasplante! Aquellos que violaron y mataron niños ¡bien podrían pagar con sus órganos la deuda contraída con la sociedad! ¿No?

A medida que nos acercábamos al hospital, su prédica ganaba en combatividad. Se dirigía a su mujer en tono político-educador, y a mí como a un futuro asesino de criaturas. ¿No era acaso justo exigir que esas basuras fuesen útiles al menos por una vez en compensación del mal que habían causado?

Con su voz chillona se dedicó a pintarme la cámara de muerte ideal, que era una mezcla obscena de taller de repuestos humanos y quirófano donde se codeaban la camilla y la guillotina. ¿Por qué la guillotina? Por dos razones, precisó: la primera consistía en mantener la tradición nacional en la materia. La segunda, porque se trataba del método más adecuado para preservar los órganos y extraerlos en las mejores condiciones posibles.

Entonces le pregunté si él aceptaría que le trasplantasen el riñón de un violador y asesino de niños, pero no pudo responderme porque ya se bajaba del taxi mientras su mujer me pagaba el viaje.

Al verlo en la vereda, tres colegas taxistas se catapultaron de sus autos para estrecharle la mano, darle palmaditas amistosas en el hombro y preguntarle cómo andaba su salud.

‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒(Version en français)‒‒‒‒‒‒‒‒‒

4. Clope et guillotine

À la Muette, j'ai pris dans mon taxi un vieux couple plein de vivacité. Lui s'est approché de la vitre pour me demander si j'acceptais les fumeurs. Question bizarre car, accroché à sa chemise, un badge anti-tabac lui couvrait la moitié de la poitrine. Comme je lui ai répondu par la négative, il a fait signe à sa femme de monter. Après m'avoir demandé de les déposer à l'hôpital Foch, il s'est investi, l'index pointé vers le haut, dans une attaque féroce contre les fumeurs. Il n'y allait pas à demi-mot : ces pue-la-fumée n'étaient que des vauriens parrainés par l'argent de la Sécu dans leur suicide.

Agacé par son discours, je lui ai signalé que j'étais non-fumeur, moi aussi, ce qui rendait son hémorragie verbale inutile. Après un petit silence de réflexion, il m'a lancé, exigeant :

Et la peine de mort, m'sieur, qu'en pensez-vous ?

Je préfère qu'un salaud pourrisse toute sa vie en taule plutôt que de lui épargner des souffrances en l'exécutant en trois minutes.

Il est alors reparti avec brio en me traitant carrément d'ignare.

A l'hôpital où vous nous emmenez, m'sieur, il y a des dizaines de personnes dans l'attente d'une greffe. Celui qui a violé et tué un enfant pourrait très bien payer de quelques organes sa dette à l'égard de la société !

Il a ajouté que la formation politique à laquelle il consacrait ses efforts, le Front national, prônait cette solution comme la plus antiseptique et la plus sage.

Au fur et à mesure que nous approchions de l'hôpital, son discours devenait de plus en plus combatif. Il s'adressait à sa femme sur un ton politico-éducateur et, à moi, comme à un futur tueur de petites vieilles.  

N'était-il pas juste d'exiger que ces ordures se rendent utiles, en compensation du mal qu'ils avaient fait ?

D'une voix criarde, il s'est mis à dessiner la chambre de mort idéale, mélange obscène d'atelier de pièces humaines détachées et de bloc opératoire, où se côtoyaient la guillotine et le brancard.
Pourquoi la guillotine ?  Pour deux raisons, a-t-il précisé. La première, parce que nous devons garder la tradition nationale en la matière. La deuxième, parce que c'est la méthode la plus propre pour préserver les organes à prélever dans les meilleures conditions.
Je lui ai demandé alors s'il serait partant pour être greffé du rein d'un assassin d'enfants, mais il n'a pas pu me répondre car il sortait de la voiture. Trois collègues qui attendaient à la station de taxi, se sont empressés de venir lui serrer la main, lui tapoter amicalement le dos, lui demander s'il allait bien, si...
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3. Taxi y levante
Durante una larga espera de clientes en el aeropuerto de Orly, escuché una charla de varios colegas que se pusieron de acuerdo sobre el punto siguiente: si un taxista hace su trabajo a conciencia, se acuesta ‒¡por lo menos! ‒ con dos clientas por mes teniendo en cuenta todas las categorías: feas, grandes, hermosas, delgadas, tuertas, jóvenes y viejas. Semejante afirmación me cargó de sentimientos de inferioridad: si hacía bien la cuenta, yo había perdido cuarenta y ocho oportunidades de arrancarle una noche a la soledad. Entonces me dije que era hora de poner más seriedad en el trabajo.
Y lo hice.
Para mi sorpresa, obtuve de muchachas jóvenes unos cuantos números de teléfono. Sin embargo, los mensajes que dejaba en sus contestadores nunca fueron seguidos de una respuesta.
En las mujeres más maduras la disposición era mucho mejor pero, en general, no llegaban a abrirme el apetito.
Me dí por vencido y terminé de hacerme ilusiones, convencido de mi predestinación a nunca ser tan buen taxista como mis colegas de Orly.
Un viernes, sin embargo, una joven delicada (tal vez un poco rellenita para mis exigencias eróticas del momento), comenzó a interesarse en mi situación familiar. Cuando se enteró de mi condición de hombre solo, intensificó sus sonrisas y miradas de complicidad a través del espejo retrovisor.
‒Odio estar sola las noches de los viernes‒ dijo, y no perdió tiempo para largarme una propuesta donde todo estaba previsto: salida simpática, cena y un café en su casa.
Yo acepté sin dudarlo porque no hay placer más sereno e intenso que el de dos personas que firman un contrato de lujuria por sólo una noche.
Para probarme de la seriedad de su propuesta, me indicó el apellido que figuraba en su portero eléctrico de la avenida Philippe Auguste, por donde debía pasar a buscarla tres horas más tarde. Ella pareció respirar aliviada en tanto yo exultaba.
‒¡Esto le enseñará! ‒la oí murmurar con los dientes apretados y yo me volví para pedirle que me repitiese lo que acababa de decir.
‒E... no, en realidad me estaba dirigiendo a otra persona, señor ‒contestó casi sin pensar, con las facciones y la voz repentinamente rígidas.
Pesqué el lapsus al vuelo y le hice tres o cuatro preguntas a propósito de esa puerta odiosa que acababa de abrir.
Acorralada, no tuvo más remedio que hacer la confesión completa. El “esto le enseñará” iba dirigido a su novio que le había pegado el faltazo sin explicaciones un viernes que ella tenía previsto lleno de ternuras.
Me sentí el más pusilánime de los tipos, por no decir el más pelotudo. Ella quería vengarse del tipo a latigazos de esperma y yo reunía todas las condiciones para que la sanción fuese contundente: era un desconocido, para mejor un taxista con todos los clichés que eso supone y, encima, extranjero, detalle que seguramente no se privaría de aclarar acentuar.
Ella trató de recomponer su imagen pasando a los elogios:
‒No se ofenda, por favor. Usted es una persona tan interesante, que sería hermoso que pasásemos la noche juntos.
Una noche de compañía al costo de una humillación, era un precio que aún yo no estaba dispuesto a pagar.
Le dije que no.
Avergonzada, lívida de rabia contra ella misma por haber pensado en voz alta, bajó del auto lanzándome esa última mirada que me diera la oportunidad de cambiar de opinión.
Mientras atravesaba la vereda hacia su edificio, aproveché para desnudarla.
Lástima, querida clienta: ¡pudo haber sido realmente agradable!

‒‒‒‒‒‒‒‒(Version en français)‒‒‒‒‒‒‒‒‒
3. Drague et boulot.
Lors d'une longue attente à Orly, j'ai vu quelques collègues se mettre d'accord avec des hochements de tête sur le point suivant : un chauffeur de taxi qui fait son boulot en toute conscience, couche   au minimum avec deux clientes par mois, toutes catégories confondues : moches, grosses, belles, minces, borgnes, jeunes, vieilles. L'affirmation m'avait chargé de méchants sentiments d'infériorité. Tous comptes faits, j'avais raté quarente-huit  possibilités d'arracher une nuit à la solitude. Je me suis alors dit qu'il fallait que je travaille plus sérieusement.  Et je l'ai fait.

À ma stupéfaction, j'ai obtenu de la part de jeunes femmes pas mal de numéros de téléphone. Malheureusement, les messages que je laissais sur leurs répondeurs n'étaient jamais suivis d'appel.

Chez les femmes plus âgées, bien que leur disposition ait été meilleure, la marchandise offerte risquait de me laisser sur ma faim.  Alors j'ai laissé tomber.

J'ai dû donc arrêter de me faire des illusions, convaincu de ma prédestination à ne jamais être un travailleur à la hauteur de mes collègues.

Vendredi dernier, pourtant, une délicate jeune femme (peut-être trop mince pour mes envies érotiques, mais quand même), s'est mise à me sonder sur ma situation familiale. Lorsqu'elle s'est avisée de ma condition d'homme seul, elle a intensifié sourires et regards complices dans le rétroviseur.

J'ai horreur des soirées du vendredi toute seule, dit-elle, et elle lâche sa proposition où tout était compris : sortie, dîner et un dernier café chez elle. J'accepte sur-le-champ : il n'est pas de plaisir plus décontracté et intense que celui de deux personnes qui signent un contrat de luxure pour une seule nuit.

On s'est mis d'accord. Pour me rassurer sur le sérieux de sa proposition, elle m'indique son nom sur l'interphone, avenue Philippe Auguste, où je devais passer la chercher deux heures plus tard. Elle avait l'air soulagée. Moi, j'exultais.

Ça lui apprendra, je l'entends marmonner, et je me retourne pour lui demander pardon.

Euh, je parlais de quelqu'un d'autre, monsieur, répond-elle presque sans réfléchir, le visage et la voix soudain rigides, étranglés par la colère.

J'ai pris le lapsus au vol et posé les questions là où elle venait d'ouvrir une porte franchement haineuse.

Coincée, troublée, elle est passée aux aveux. " Lui ", c'était son mec, qui venait de lui poser un lapin, comme ça, sans explications, un vendredi soir qu'elle avait rêvé plein de tendresse.

Je me suis senti le plus pusillanime des hommes, pour ne pas dire le plus conard. Elle voulait se venger à coups de sperme, et je réunissais toutes les conditions pour que la revanche soit frappante : inconnu, chauffeur de taxi, et métèque de surcroît, détails qu'elle allait se démerder à lui faire connaître.

Elle a essayé de revenir sur sa maladresse par des compliments.

Ne le prenez pas mal, monsieur. Vous êtes une personne tellement intéressante, que passer la soirée avec vous sera merveilleux.

 Une nuit de compagnie au prix d'une humiliation, c'était très cher payé. J'ai dit non. Alors, vexée, raide de rage contre elle-même pour avoir pensé à voix haute, elle est descendue de la voiture en me lançant un dernier regard pour me donner la possibilité de changer d'avis.

Avant qu'elle ne rentre dans l'immeuble, j'en ai profité pour la déshabiller. Dommage, chère cliente : ça aurait pu être vraiment sympa...!
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2. Hablemos de putas
No debe haber un sólo taxista que no haya tenido que vérselas algún día con una prostituta. Yo, con tres.
La primera, verdaderamente olvidable: una mina que hedía a alcohol barato y que aprovechó de un semáforo en Bois Colombes para saltar del auto y tomárselas sin pagar.


La segunda, una mina divertida y fea como sólo ella podía serlo, que subió a eso de las siete de la mañana en la parada de la Place Jules Joffrin y me pidió que la llevase directamente a los Bosques de Boulogne, gigantesco parque al límite oeste de la ciudad donde se codean el hipódromo y el estadio Rolland Garros, y que por las noches se convertía en un prostíbulo descomunal. Allí, los travestis tenían delimitadas zonas por nacionalidad. Los argentinos, por ejemplo, se concentraban en las inmediaciones del Rolland Garros, casi codo a codo con los colombianos. Parece ser que los primeros y más numerosos en instalarse fueron los brasileños, de ahí que al hacer referencia al bosque, se hable normalmente de “las brasileñas”.

Existe también un sector de prostitutas “normales”, que fue adonde me pidió mi clienta que la llevase. Me hizo detenerme en una farmacia de turno y volvió con una caja gigante de preservativos. “Sigamos mi amor” me dijo mientras yo largaba la carcajada.

En el camino, la mina comenzó a ponerse en overol de trabajo, es decir, desnuda, en tanto los conductores de los autos contiguos me hacían gestos divertidos, se pegaban a las bocinas y gritaban “¡a coger que se acaba el mundo!” y yo les respondía con gestos de “¿y qué quieren que haga?”. Después de desnudarse completamente y guardar sus ropas en un bolso de mano, se cubrió por los hombros con un tapado de piel sintética.

Yo no iba a perderme la posibilidad de hacerle la pregunta que me atornillaba la cabeza:

¿A esta hora comenzás a trabajar?

Por supuesto, mi amor, es la que más rinde.

Imaginarme que a la misma hora en que yo me levantaba todas las madrugadas para ir a trabajar alguien lo hacía para ir a ver una puta, me sonaba inconcebible.

¡Ay mi amor, cómo se ve que estás acompañado! A esta hora me ocupo de los clientes que viven solos y que tuvieron sueños eróticos.

Me di cuenta que aún me faltaba mucho mundo.

La tercera puta constituyó una historia que hoy quizá engorde el prontuario de la comisaría del décimo distrito.

Fue un invierno a las seis de la mañana. Una docena de taxis hacíamos cola en la salida de la rue du Faubourg San Martin, en la Gare de l'Est. Al escuchar un alarido, me volví hacia la vereda de enfrente. Una joven negra corrió desesperada hasta el último taxi, se zambulló adentro y pegó el portazo. El chofer saltó de su butaca escupiendo un insulto y le exigió que bajase de inmediato. Ella dudó una decena de segundos, salió del auto, corrió unos metros y se lanzó al interior del mío.

Verla apretaba la garganta. Era una hermosa africana de unos veinte años, con el cuerpo temblando y sus ojos aterrorizados pidiendo protección. Estaba desnuda. O casi: con el borde de su camisa roja trataba de ocultar su sexo en tanto me imploraba algo con dos o tres palabras en una lengua incomprensible. Entre sus dedos extendidos hacia mí se arrugaban dos billetes de cien francos. Y si bien sus gestos me exigían arrancar cuanto antes hacia cualquier lado, mi reacción fue tan cobarde como el reglamento que nos prohibía aceptar clientes en circunstancias poco claras y nos exigía dar aviso a la policía.

No lo pensé demasiado y me mostré amenazante para que bajara. Ella lo hizo y se acuclilló contra la pared de la estación de trenes, siempre ocupada en ocultar su sexo con el borde de su camisa roja, seguramente esperando que un milagro le aportase una miga solidaridad antes de que la cana llegase porque nosotros, los ciudadanos respetables, no queríamos vernos comprometidos en asuntos turbios.

Diez minutos después me deslicé en el vientre de París, con la conciencia en pedazos ¿qué me hizo deducir que se trataba de una puta?  pero con un viaje asegurado aunque no pudiese sacarme de la cabeza la imagen de una mano negra implorante que me tendía doscientos francos.



-------------------(Version en français)----------------------

2. Les putes ? Parlons-en !

Il n'est pas de chauffeur de taxi qui n'ait eu affaire un jour à une prostituée. Moi, à trois. La première, tout à fait oubliable : une pute puant l'alcool qui avait profité d'un feu rouge à Bois Colombes pour sauter de la voiture et se sauver. La deuxième, une rigolote moche comme tout, que j'ai prise un petit matin place Jules Joffrin pour la conduire carrément au Bois de Boulogne. Dans le trajet, la nana s'est mise en bleu de travail, c'est-à-dire à poil, tandis que les autres conducteurs klaxonnaient et criaient à la partouze, jusqu'à ce qu'elle ait fini par couvrir ses épaules avec une fourrure synthétique.

La troisième, c'est une histoire qui je soupçonne grossir un dossier du commissariat du Xème arrondissement. Plein hiver, six heures du matin. Nous étions une dizaine de taxis à faire la queue gare de l'Est, côté rue du Fg. Saint Martin. J'entends crier et me retourne aussitôt. Du trottoir d'en face surgit une jeune noire qui plonge à l'intérieur de la dernière voiture. Coup de portière. Le chauffeur bondit de son siège, crache une insulte et menace la femme afin qu'elle descende. Elle hésite, puis obtempère, court quelques mètres et s'élance à l'intérieur de la mienne.
La regarder serrait la gorge. Une belle noire dans la vingtaine, le corps tremblant de froid, et les yeux, débridés par la terreur, mendiant protection. Elle était toute nue. Ou presque : avec une chemise rouge, elle essayait de cacher sa nudité et prononçait deux ou trois mots dans une langue incompréhensible. Au bout de ses doigts tendus vers moi, se froissaient deux billets de cent francs. Ses gestes me pressaient de démarrer vers n'importe où. Mais, ma réaction a été aussi lâche que le règlement qui m'interdit de prendre des clients dans une situation pas nette. Moi aussi j'ai dû me montrer menaçant pour la faire descendre. Elle s'est alors installée à côté de l'entrée de la gare, recroquevillée contre le mur, couvrant son sexe du pan de sa chemise rouge, dans l'attente d'un miracle qui vienne lui apporter une miette de solidarité avant que les flics n'arrivent car, nous autres, citoyens respectables, ne voulions pas nous mêler à des affaires louches.

Dix minutes après je glissais dans le ventre de Paris, la conscience morcelée mais la course assurée, avec l'image d'une main noire implorante me tendant deux cents balles.

 


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1. Pequeños héroes de vidrio

Lo que voy a contar me pasaba, sobre todo, en las paradas de los hospitales, aunque podía ocurrir en cualquier lugar. Estaba acostumbrado y sabía cómo enfrentar la situación. Por el retrovisor veía que la persona subía al taxi casi rígida y se tomaba su tiempo para sentarse, con los ojos redondos, fijos y el semblante lívido.

Normalmente murmuraba una dirección que yo comprendía a medias porque trataba, sobre todo, de adivinar si el gesto que yo habría de tener podía ser malentendido. Finalmente me decidía y me volvía hacia la persona. Me bastaba con apoyarle la mano en la cabeza o bien tomar la suya para que la persona se echase a llorar. La mayoría de las veces se mostraban sofocadas por el pudor, pero cuando les presionaba la mano un poco más, el llanto se liberaba, se tornaba convulsivo, aliviador. 

Eso llevaba unos minutos hasta que ponía el auto en movimiento tratando de no romper el contacto. A veces contaban lo que les ocurría: se trataba de la pérdida de alguien querido o bien el anuncio de una enfermedad que debería llevárselos a ellos mismos en los próximos meses. También estaban quienes no decían absolutamente nada: llegados a destino, pagaban el viaje, trataban de recomponer un poco su aspecto y desaparecían en algún inmueble o se lanzaban a caminar por la vereda.

Envalentonado ante quien sufre, yo vivía mi gesto diciéndome que en sus memorias habría de quedar como ese héroe desconocido y solidario que supo ofrecerles su mano y una carilina en un momento en el que el mundo se les derrumbaba: falsa humildad y arrogancia de quien aún no ha comprendido que uno atraviesa los días y las emociones con un boleto de ida y vuelta, y esa vez sólo se trataba de mi ida.

La vuelta, no la esperaba.

Me sorprendió cuando me separé de mi mujer de entonces. En la víspera de mi partida de la casa, un nudo carnoso y caliente taponaba mi garganta y me mandaba al corazón veinte años de mi historia. A pesar mío, el barril que yo trataba de ocultar detrás de los ojos se desparramó varias veces. Y fueron ellos, mis clientes, esas mariposas siempre de paso, quienes supieron poner sus manos en mi hombro para alentarme a no aflojar y a despertar en mí la esperanza que me había abandonado. 

Recuerdo, sobre todo, aquella mujer llevé hasta Ivry, creo, que me reveló que la separación significaba, más que el alejamiento del otro, el redescubrimiento de sí mismo.

Me hizo detener el taxi y cuando hice el gesto de parar el reloj, me pidió que lo dejara seguir sumando francos y se tomó varios minutos para transmitirme su experiencia al respecto: me aconsejó no dejar al silencio ocupar mi nueva casa, que no me avergonzase de hablar solo ni de hacer morisquetas ante el espejo, que me tomase en joda y que tratase de apoyarme en los buenos recuerdos de la pareja porque ellos me abrirían la puerta de nuevas experiencias formidables. Me pidió que no culpabilizase, que tampoco me sintiera mártir de mi situación, que supiese que era imposible pasar veinte años al lado de alguien sin que los caminos se abriesen de manera casi solapada hasta tornarse poco compatibles. Y que, finalmente, parte de la riqueza de vivir consistía conocer varios amores en los cuales uno se renovaba y se afirmaba consigo mismo.

Tuvo razón.

Luego volví a encender mi taxímetro varias veces sin preguntarme por cuántas idas y vueltas sería esta vez.

 

‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒(Version en français)‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒


1. P’tit  héros de verre

Cela m'arrive, le plus souvent, aux stations de taxis devant les hôpitaux. Mais ça peut se passer n'importe où. Je m'y suis déjà habitué et je sais comment m'y prendre. Par le rétroviseur je vois que la per­sonne  monte dans la voiture presque raide, prend du temps pour s'installer, les yeux ronds, fixes, l'air non pas désespéré, mais livide. 

Elle marmonne une adresse que j'ai du mal à comprendre parce que j'essaie, surtout, de déceler si mon geste sera mal compris. Finalement je me décide et me retourne. Il me suffit de poser une main sur sa tête ou bien de serrer la sienne, pour qu'elle éclate en sanglots. La plupart des cas ils sont à moitié étouffés par la pudeur, mais, lorsque je serre un peu plus fort sa main, ils deviennent convulsifs, libres, soulageants. Ça prend quelques minutes. Je démarre tout en me débrouillant pour ne pas rompre le contact. Parfois les gens se racontent un peu : d'habi­tude c'est la perte d'un être cher ou bien l'annonce d'une maladie qui les emportera eux-mêmes dans les mois à venir. Il y a aussi ceux qui ne disent rien du tout.


Fort devant quelqu'un en détresse, j'avais toujours vécu mon geste en me disant que dans leurs mémoires, j'allais rester comme ce héros inconnu et solidaire qui sut leur offrir sa main et un kleenex à un moment où le monde s'écroulait. Fausse humilité et arrogance de celui qui n'a pas encore compris qu'on traverse les jours et les émo­tions avec, à la main, un billet aller-retour. Là, je ne faisais qu'oblitérer mon aller.

Le retour, je ne l'attendais pas. Il me surprit lors de ma sépara­tion.

La veille de mon déménagement, un noeud charnu et chaud tam­ponnait vingt ans de mon histoire dans ma gorge. Malgré moi, le ton­neau que je tentais de cacher derrière mes yeux s'était déversé plu­sieurs fois. Et ce furent eux, mes clients, ces oiseaux toujours de pas­sage, qui surent poser leurs mains sur mon épaule pour m'encourager à ne pas me laisser abattre, pour essayer de réveiller un espoir qui me faisait défaut.

Il y eut, surtout, cette femme que j'ai déposée à Ivry, je crois, qui me révéla qu'une séparation était moins l'éloigne­ment de quelqu'un, que la redécouverte de soi-même.

Elle me fit parquer le taxi et, lorsque j’ai fait le geste d’arrêter le compteur, elle me demanda de le laisser tourner. Elle prit un bon moment pour me transmettre son expérience : me conseilla de ne jamais laisser le silence prendre la place de l’autre à la maison ; de ne pas avoir honte de parler tout seul dans mon appart, de me prendre à la rigolade et de m’appuyer sur les bons souvenirs du couple car ils allaient m’ouvrir la porte à des nouvelles et extraordinaires expériences. Elle me mit en garde sur le fait de culpabiliser ou bien de me sentir victime de quoi que ce soit. Pas non plus d’accuser car il était impossible de passer des années à côté de quelqu’un sans que les chemins finissent par se séparer de façon imperceptible jusqu’à devenir incompatibles.

Finalement, je devais prendre un compte qu’une bonne partie de la richesse de vivre consistait précisément à connaître plusieurs amours, le long desquels j’allais me renouveler et m’affirmer.

Elle eut raison, et le compteur redémarra.


Pour combien d'aller et retours, en­core ?


3 comentarios:

  1. MUY BUENOS RELATOS SERGIO ... CREO QUE EL TAXISTA, SI TIENE LA SENSIBILIDAD MINIMA Y LA NECESIDAD DE HACER DE SU TRABAJO ALGO, QUE EN EL DIA A DIA LE PERMITA ABRIR LAS EXPERIENCIAS QUE LA INTERCOMUNICACION HUMANA DEPARA, SE VA NUTRIENDO DE UN BAGAJE DE EXPERIENCIAS IRREEMPLAZABLES !!! ESPERAMOS MAS RELATOS !!!

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  2. Buenísimos los relatos.
    ¿Te acordás que una pareja cercana a nosotros se conoció cuando ella subió al taxi que él manejaba?

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  3. Sí: Analía y su marido. Gracias por tu comentario. Un beso.

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