Si se vive atento a las ocasiones que
se presentan, la existencia se convierte en algo sumamente interesante. A
veces, ellas nos abren puertas impensadas hacia pasillos que nos marcarán para
siempre.
En 1982, a mis treinta años, yo tenía la casi
certeza de que mi vida habría de transcurrir como hasta ese momento, sin otro
cambio que alguna que otra mejora en el confort material. Tenía esposa, dos
hijos, y trabajaba como viajante en el Comahue.
A fines de ese año, mi hermano menor -que vivía en
París desde hacía poco- me invitó a visitarlo (estadía y pasaje incluidos) y yo
acepté sin gran entusiasmo porque esa ciudad ni siquiera figuraba entre mis
apetitos turísticos.
Lo que debía ser un mes se convirtieron en dos. Y
dos meses después de mi regreso a Neuquén -tras arduas negociaciones con la
madre de mis hijos, en las que intervinieron con su cuota de aliento los
amigos- retomé el avión para instalarme en París. Tenía sólo un mes para
conseguir dónde vivir con esposa e hijos antes de que ellos llegasen.
¿Qué había pasado para que me lanzase en semejante
aventura sin experiencia alguna de vivir afuera del país, sin tener la más
mínima noción de la lengua de destino, sin seguridad social, sin permiso de
residencia ni trabajo? En mi gesto de inconsciencia se impusieron dos
herramientas de enorme eficacia: la seguridad absoluta de que todo saldría
bien, y unas ganas titánicas de probar algo nuevo. Esas herramientas volvieron a apoyarme
un cuarto de siglo después cuando decidí emprender el camino del regreso.
París fue el descubrimiento de que se podía vivir
en libertad e inmerso en un ambiente de creatividad permanente porque era una
caja de resonancia cultural donde el Planeta entero exponía sus originalidades.
Allí viví mi primer contacto con corrientes estéticas que, de a poco, habrían
de “desasnarme” ya que, en ese sentido, mis diez últimos años habían sido de
franco ostracismo. Por sobre todo, allí presentí que se me darían las
condiciones para poder convertirme en escritor.
Mi hermano -aventurero incorregible- me enseñó el
oficio del que habría de vivir esos dos meses de vacaciones y los
cuatro años siguientes: cantante en el metro. Dicho de manera criolla,
manguero. A veces solo, otras en dúo, comenzábamos nuestro trabajo en los
vagones a más tardar a las nueve de la mañana. Cuatro o cinco horas más tarde,
terminábamos exhaustos y almorzábamos en el comedor universitario de Mabillon.
Cuando cantaba como solista, trataba de ganarme la propina de los viajeros con
boleros o canciones melódicas. Recuerdo que la que más dinero me dio fue “La
llorona”, que en los años sesenta cantaba Rafael. La idea me vino tras ver en
el cine la película de Carlos Saura sobre la revolución mexicana -de gran
acogida en París- que había hecho de esa canción el tema principal. Los
pasajeros solían aplaudirme, se bajaban del vagón y me echaban francos en la
boca de la guitarra, a veces se quedaban charlando conmigo en el andén o me
pedían que la repitiese. Embalado por el éxito de la canción, caí en la
estupidez de comenzar a cantarla adoptando la modalidad de Rafael, lo que me
llevó a un momento de bochorno que renuevo al recordarlo: un español me largó
-sin malicia aunque en tono ofendido- “si continúas imitando a Rafael, La
llorona te seguirá dando dinero”. La vergüenza me bajó desde la coronilla como
baba de aceite caliente. No sabía dónde meterme, convencido de que más de un
pasajero había comprendido el tirón de orejas que acababa de recibir. Me fui
del metro aplicándome con furia el más impiadoso de los látigos: la conciencia.
En efecto: si algo odiaba yo en los cantantes era la falta de originalidad y el
buscar imitar a los conocidos.
En aquellos años, ser músico del metro otorgaba un
estatus simpático. La actividad estaba prohibida y la policía o los inspectores
nos hacían tomar la salida cada vez que nos sorprendían, pero nosotros
regresábamos a los pocos minutos. Más de una vez los pasajeros salían en
nuestra defensa pidiéndole a los policías que mejor se ocupasen de los pungas y
nos dejasen cantar tranquilos. El nivel promedio de los músicos del metro
-salvando los casos de improvisados como yo- era, en general, muy bueno. A
menudo se trataba de profesionales que se hacían unos francos extras para irse
de vacaciones, cambiar de instrumento o, simplemente, vivir sin necesidad de
yugar diez horas diarias haciendo cualquier otro oficio. En el metro cantaron o
tocaron argentinos que hoy son famosos (algunos lo eran ya en aquella época),
pero -salvo Lucio Godoy, que es uno de los compositores de música de películas
y arregladores más buscados de Chicago- no los nombraré porque quizá teman que
ese antecedente hoy pueda empañar su imagen profesional. Hubo uno que llegó a
presidente de su país: el peruano Alan García, que hizo el metro tiempo antes de que yo llegara.
Hoy, treinta años después, varios de ellos son
músicos prestigiosos independientes o bien trabajan en orquestas de cierto
renombre.
Otros -que no eran músicos profesionales y que
usaban al metro como sustento cotidiano en tanto se formaban en sus verdaderas
vocaciones- también obtuvieron -a costa de esfuerzo y tenacidad- ser muy
conocidos. Recuerdo al escultor, pintor y decorador Rodolfo Natale, que hoy
trabaja en el equipo del director y dramaturgo Jorge Lavelli.
Cuando me fatigué de cantar (cuatro o cinco horas
por día para quien desconoce las técnicas del canto profesional afectan
muchísimo a las cuerdas vocales y al ánimo), comencé a fabricar marionetas con
las que hacía espectáculos de dos minutos y medio en los vagones. Construí un
montón de ellas (sobre todo para las amigas que querían ganarse la vida en el
metro) que hoy recuerdo con orgullo. Mediante un sistema interno de tanzas,
las marionetas pestañeaban, movían sus orejas, se les levantaba el sombrero y
lograban un montón de muecas que hacían a la gente despanzurrarse de risa o
bien enternecerse. Presentar un espectáculo de marionetas en los vagones del
metro implicaba ir con un telón que enganchábamos entre dos caños, y cargar en
la espalda el amplificador de sonido.
Yo viví un buen tiempo mi experiencia de músico
del metro con entusiasmo. Llegué a crear una revista de los mangueros que se
llamaba "El Clavicordio", la voz de las voces de Châtelet, en referencia a la
estación del metro donde comenzábamos nuestro ida y vuelta
hasta Concorde. Un diario norteamericano hizo referencia a
esta “revista” (la edición consistía en fotocopias A4), que contaba chismes y
anécdotas del oficio. Duró sólo tres números, pero marcó nuestro paso musical por
el subsuelo parisino.
En aquel grupo, existían tipos verdaderamente
talentosos que, desgraciadamente, luego terminaron viviendo de trabajos lejos
de las artes que dominaban. Recuerdo a Roberto, multiartista que lo hacía todo
bien: cantar, tocar la guitarra, danza contemporánea, mímica, era un excelente
dibujante, hizo teatro, filmó como extra en cortos publicitarios y escribió
algunos guiones para series policiales de la televisión. Ignoro a qué se dedica hoy.
Varios de los que se pueden ver en las fotos de
esta página fallecieron. Uno intoxicado con una comida típica en algún país del
África negra; otro por sobredosis de drogas, otro en un accidente
automovilístico...
Los sudacas del metro formábamos un grupo bastante
pegoteado y hasta, si se quiere, una especie de gueto entre quienes yo era el
más viejo. Solíamos ir todos de vacaciones al Sur, nos instalábamos en el mismo
camping e improvisábamos conjuntos musicales para tocar en las playas y en las
terrazas de los restaurantes. No dejamos rincón de la Costa Azul sin manguear.
Solíamos instalarnos cerca de Saint-Tropez o Port Grimaud para estar a pocos
metros de las fuentes de nuestro trabajo y de las aguas increíblemente azules
del Mediterráneo.
A veces surgían enemistades entre la gente del grupo que
difícilmente terminaban en sincera reconciliación. Algunos muchachos vivían con
francesas, quienes, más de una vez, nos facilitaban los trámites ante la
administración pública. Y, también, ocurría algo propio de los grupos de
compinches: los cambios de pareja dentro del gueto.
En lo personal -y a pesar de ser el único entre
los sudacas que tenía hijos pequeños con obligaciones de escolaridad- viví una
etapa bastante bohemia, rodeado de gente más joven que yo, y recuperando ese
lado juvenil que yo había dejado de lado en mis años veinte a causa de mis
elecciones políticas. Me ocurrió lo que a muchos de mi generación: saltar de la
adolescencia a la edad adulta sin pasar por esa etapa intermedia llamada
“juventud”, comprendida como período de libertad, desfachatez, locura feliz, ausencia
de responsabilidades pesadas, diversión, estudios, aventuras y descubrimientos.
Viví de la manga en el metro parisino cuatro años.
¿Cuánto ganábamos? Dependía del esfuerzo y del buen humor con que fuésemos a
trabajar. Si no estábamos bien de ánimo, las jornadas eran mediocres o nulas.
Yo le saqué el jugo a “La llorona” como siete meses, llegando a ganar un
dineral por día: 600 francos de promedio con algún pico de 800. Y gané
muy bien cuando hicimos un dúo con Horacio, un argentino clarinetista con quien
tocábamos el “Tico Tico” y “Quiero ser tu sombra”. También pasé varios períodos
de “malaria anímica” y económica de la cual nos salvaba mi mujer de entonces
cuya actitud para la manga con su marioneta le garantizaban una entrada
cotidiana estable.
Fueron años de muy poca intimidad familiar, ya que
nuestro departamento era el refugio de cuanto argentino, solo o acompañado,
anduviese por París y no tuviese dónde alojarse. Varias parejas convivieron largo
tiempo con nosotros. En aquel entonces yo entendía la solidaridad como
un “deber” que casi rozaba la esclavitud. Tuvimos experiencias deliciosas y
otras absolutamente desagradables. Pero bueno, éramos “así”.
Vivir de manera más o menos marginal implicaba
otros rubros que contaré en alguna página de este blog. Puedo adelantar que
durante al menos un par de años, por las noches salíamos en familia a
“cirujear”, para conseguir los muebles, ropas y juguetes con los que nos íbamos
instalando. O sea que conocimos bien eso de abrir los tachos de basura para ver
con qué nos encontrábamos adentro que nos pudiese servir.
Fueron “mis años treinta”.
Los cuarenta, y los cincuenta, son tema aparte.
Conozco las historias, y sin embargo siempre es lindo leerte.
ResponderEliminar¡¿Y por qué yo no conocía esa foto tuya en Les Halles, con la guitarra a la espalda?! Se te ve buenmosísimo.
totalmente de acuerdo....un "churro"bárbaro.
Eliminar¡Qué lindas historias!, no conocía los detalles y me apasiona leerlo primito. Cuando habla de Gustavo , se refiere a nuestro primo?
ResponderEliminarClaro, el primo Gustavo.
ResponderEliminarClaro, el primo Gustavo.
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