Primera parte: El drama
identitario de la tercera generación de inmigrantes maghrebinos y del África subsahariana.
Consideraciones previas.
El
tema me llega a la médula: viví 25 años en París y sus alrededores, soy
naturalizado francés, residí en una de las “cités”
más conflictivas de Francia ‒edificios del estado, de
alquileres muy accesibles ocupados mayormente por inmigrantes del Maghreb
(Túnez, Argelia, Marruecos) y del África subsahariana conocida como África
Negra‒, y fui docente varios años en
la Universidad de Saint-Denis, que tiene una importante matriculación de
alumnos de confesión musulmana. Como docente participé en eventos
interculturales y en comisiones universitarias de investigación sobre temas
árabo-africanos, lo que me llevó a un intercambio que hoy me permite aportar mi
punto de vista, abierto a todos quienes deseen participar en el debate.
El drama
identitario de la tercera generación de inmigrantes maghrebinos y del África subsahariana.
Cada
primer día de clase, tras echar un vistazo a la veintena de alumnos que conformaban mi
curso del primer año universitario y comprobar que muchas regiones del mundo se
encontraban allí representadas, los saludaba de la siguiente manera: “yo me
llamo Sergio, soy argentino”. Luego solicitaba a los flamantes alumnos que cada
uno se presentase. “Yo soy Rachid, argelino; yo soy Thin Tze, tailandés; yo soy
Mengano, senegalés; yo soy Zutano, portugués”, y así hasta el último.
Luego yo
retomaba diciendo: “Yo nací en Buenos Aires, ¿y ustedes?”. Y ahí comenzaba el
problema: la gran mayoría de ellos había nacido en algún lugar de Francia pero ninguno
se había presentado como francés. El silencio se alargaba solito y la conclusión
no necesitaba explicaciones. Yo alzaba los brazos en un gesto de resignación y
reproche. “¿Alguien me puede explicar por qué no se presentan como franceses si
cada uno de ustedes lo es? ¿Qué les impide decir soy francés de origen
argelino, senegalés, tunecino o lo que fuese?”
El drama de estos jóvenes se acentuaba porque en los países de los que ellos se sentían originarios, ni sus familias los consideraban argelinos, senegaleses, tunecinos o marroquíes. Su manera de gesticular, la ignorancia de las costumbres locales, el acento, a veces la incomprensión del idioma y, hasta el modo de vestirse, los convertía, allá, en franceses. En el seno de sus familias instaladas en Francia ‒por temor al desarraigo y, en muchos casos, por rencor hacia el ex colono‒ rara vez se les inculcaba considerarse franceses, impidiéndoles de esa manera toda posibilidad de inserción y creándoles desde niños un problema de identidad que habría de agravarse en período escolar. Todo esto unido las situaciones de marginalización y de exclusión vividas en la periferia parisina, lugares donde el desempleo golpeó con más dureza a partir de los años ochenta.
El islam
era entonces el único lazo sólido que les permitía mantener una cierta comunión
con sus orígenes y darles un signo de identidad. Pero no siempre la manera en
que se los transmitía la enseñanza familiar o la prédica de los imanes de sus
barrios, les facilitaba una verdadera comunión con los “infieles” con quienes debían cohabitar y los aislaba de la sociedad.
Esto lo viví
también cuando razones económicas me hicieron mudar con esposa e hijos de un
barrio de clase media francesa a una de estas cités populosas donde las familias no musulmanas podían contarse
con los dedos de una mano: Les Étangs
(Los estanques), en Aulnay sous Bois.
El
departamento en un décimo piso que alquilamos al Estado (los famosos HLM:
apartamentos de alquiler moderado) era, para gente de recursos modestos como
nosotros, un auténtico lujo: confortables cien metros cuadrados con dos, tres y
hasta cuatro habitaciones según el grupo familiar; un living inmenso, cocina
espaciosa ‒ completamente equipada‒; balcón, una plaza con juegos para los niños en la
planta baja, un campo de deportes y la escuela.
Nos
instalamos en él con el enorme alivio de saber que, de allí en más, habríamos
de vivir con comodidad. La identidad mayoritariamente musulmana del barrio ni
siquiera entró en nuestras consideraciones ya que, al ser tan inmigrantes como
ellos, la convivencia no tenía por qué presentar problema alguno sino que, muy
por el contrario, hasta habría de ser simpática.
Sin
embargo, a la semana de instalarnos comenzamos a dimensionar lo que significaba
ser “sapo de otro pozo”, o sea, constituir una ínfima minoría en una comunidad
de códigos radicalmente diferentes a los nuestros, con el agravante de que
ignorábamos la importancia del resentimiento de los ex colonizados hacia sus ex
colonos, potenciado por el hecho de vivir y alimentarse en el país de los
segundos. Ellos no hacían la diferencia entre los franceses y nosotros: nuestro
aspecto capitalino occidental de tradición católica nos denunciaba como
“infieles” cuyo contacto podía poner en riesgo su identidad religiosa y
cultural.
En lo
cotidiano, la vida en una “cité” no
era fácil. Nunca comprendimos por qué los niños destrozaban los juegos comunes
de la placita, los vidrios de entrada a los monoblocks y todo lo que constituía
nuestro propio confort vecinal, ante la mirada indolente de sus padres. Ni,
tampoco, por qué la gente orinaba en las escaleras del edificio o en el
ascensor, donde debíamos poner ladrillos para no meter los pies en el
charco pestilente.
Durante la fiesta del Aid al-Kabir (celebración musulmana que representa
la victoria de la confianza en Dios según lo narran el Corán y la Biblia),
los corderos eran degollados en la bañaderas de los departamentos,
cuando no en las escaleras del edificio, lo que dejaba un olor que no se iba
del olfato por varias semanas ya que no siempre esos lugares se limpiaban
convenientemente.
Cierta vez,
los gritos desesperados de una mujer me hicieron asomarme al balcón: un hombre
la golpeaba con ferocidad ante la indiferencia de los pasantes. Llamé a la
policía y expliqué lo que estaba observando. El tipo me preguntó “¿son
árabes?”. Sorprendido, le contesté “él tiene túnica”. Y el policía me respondió
“Ah, bueno, no se preocupe, ellos son así”. Escandalizado, le advertí que si no
mandaban un patrullero habríamos de vérnosla con un cadáver en la plaza. La
respuesta quiso ser tranquilizadora: “no hay que inquietarse, ellos son así: le
encajan unos cuantos bifes y después la dejan tranquila”. Por supuesto que ningún patrullero se acercó
(estoy hablando del año 1987, más o menos) y la mujer sobrevivió al menos a esa
paliza pública.
Poco después
conocí a un refugiado del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros, a quien
la ONU lo había mandado al primer país dispuesto a recibirlo cuando se asiló en
una embajada en Montevideo: Argelia. A poco de llegar a la tierra gobernada por
el socialista FLN (cuyos manuales de guerra de guerrillas instruían a los
tupamaros), lo desconcertó presenciar en plena calle una escena como la que yo
viera desde mi balcón en Les Étangs y
que, tanto la gente como la policía, se agruparan en torno a la golpeada sin que
nadie hiciese nada para detener la paliza. Otro refugiado ‒que llevaba más tiempo radicado en el país‒ le explicó que por muy socialista que fuera el gobierno, las
costumbres islámicas no se modificaban y las mujeres eran propiedad del hombre
más cercano de la familia (esposo, hermano, suegro, cuñado…) y que golpearla no
estaba penado por la ley revolucionaria.
Pero el
choque más importante lo vivimos a siete u ocho meses de nuestra instalación en
el barrio. Nuestros hijos no querían ir a la escuela porque eran segregados por
sus compañeritos, situación que se prolongaba cuando trataban de jugar con
ellos en los espacios comunes de la cité.
Los argumentos utilizados contra mis hijos eran tales como “no son primos” ‒haciendo referencia a su carácter de no musulmanes‒ “comen cerdo”, o bien que mi hija ‒entonces de siete años‒ mostraba sus piernas en la piscina.
Mi
desconcierto fue total: ¡ser víctimas de racismo de la parte de inmigrantes
que, a su vez, se quejaban del racismo francés!
Alarmado por
la posible depresión en la que podrían caer, pedí una audiencia con el
intendente de la ciudad. Tras explicarle el problema, me dijo que ya había
intervenido en casos similares y me autorizó a pasar a mis hijos a una escuela
donde el ambiente religioso fuera mucho más mezclado. Fue la solución, pero la
distancia que los niños del barrio pusieron entre ellos y mis hijos no se
achicó jamás.
Las raras
veces que conté esta anécdota en Argentina, recibí de algún interlocutor una mirada
socarrona con la que dudaba de la veracidad de mi relato o, en todo caso, lo
tomaba como una simple manifestación de arabofobia de mi parte.
Esa ciudad de la región parisina fue,
en 2005, uno de los centros más violentos de manifestaciones sociales donde se
incendiaron cientos de vehículos ‒diez mil en toda Francia a lo largo
del mes de noviembre, al punto que debió declararse el estado de urgencia‒ lo mismo que
escuelas, gimnasios populares y jardines de infantes, acompañados de saqueos de
negocios.
En aquel entonces yo trabajaba como
vendedor ambulante de ropas económicas en los mercados de la periferia
parisina. En la feria, la relación con el “mundo inmigrante” ‒al cual yo
pertenecía‒ era cordial. Tener
por clientas a mujeres con velo parcial (hidjeb)
o sus diferentes variedades hasta el total (la burka), era para mí tan común
que sólo me sorprendían aquellas que vestían a la manera occidental y deambulaban
con la cabeza completamente descubierta. Durante las pausas para un café que me
otorgaba a media mañana, pude intercambiar con mis colegas sobre muchos temas
que hacían a la convivencia africano-occidental en Francia. Recuerdo a Ahmed,
un argelino de unos treinta y cinco años, trabajador, ocurrente y solidario,
perfectamente adaptado a la vida en su país de adopción, que, cada tanto, en
medio de una charla llena de carcajadas alrededor del tema “mujeres”, de pronto
cobraba seriedad y apuntándome con el dedo me advertía: “sí, pero nunca hay que
mezclar la raza”, así, en singular, no decía “las razas”, con lo que me quedaba
clarito que se estaba refiriendo a la suya. Como en muchas otras comunidades de
inmigrantes de horizontes diversos, se ponía bastante celo para evitar que sus
integrantes cayesen en la mixtura.
Recuerdo a otro colega, un buen hombre
marroquí de unos sesenta años que no perdía oportunidad de decir que él
respetaba a todos los cultos ya que todos teníamos el mismo Dios. “Entonces
usted dejaría que su hija se casase con un judío o un católico?” me animé a
preguntarle una vez. Y ahí su respuesta fue como la de Ahmed: “no es bueno
mezclar la raza”.
La fiesta del Ramadán (mes de ayuno
musulmán), se sentía bastante en la feria: adultos, jóvenes y niños
manifestaban una cierta irascibilidad tras muchas horas de abstinencia
alimentaria. Lo mismo habría de notar cuando, años después, ejerciera en la
universidad.
Mi época de comerciante en los mercados (trabajaba
a porcentaje sobre las ventas) no fue un buen período para mí. La rentabilidad
era casi nula, los robos de mercaderías de mi stand eran imposibles de limitar
(cinco o diez mujeres codo a codo cubiertas por el velo se inclinaban sobre los
artículos en medio de un parloterío que distraía y los pasaban por entre sus
ropas a las otras cinco o diez que tenían atrás y que se retiraban con ellos). Recuerdo
que los auténticos reyes de las ferias eran los “placeros”, empleados del
municipio que se encargaban de otorgarle a los puesteros un lugar en el mercado
(cada día diferente) a condición de recibir coimas suculentas. Estos eran
siempre franceses y yo no sólo fui testigo de las sumas enormes que recibían
(además de su salario oficial) sino que también debía pagarlas para obtener un
lugarcito y poner mi ropa.
En mi relación laboral, vecinal y
luego de docente con los musulmanes, pude constatar que el miedo a la dilución
cultural y religiosa de “su raza” como diría Amhed en la occidental, sociedad francesa
en este caso, fue una constante. Esta actitud defensiva se hacía más
perceptible en la cité, donde la
imagen social intracomunitaria acentuaba la rigidez de las reglas y de los
códigos.
En Les
Étangs, la vida estaba regida por hábitos y códigos con los cuales
a nosotros nos era imposible cohabitar a menos de hacer lo que hacíamos: salir hacia nuestros trabajos o al supermercado y los niños a la escuela, en una ausencia total de vida vecinal. Además, las autoridades municipales hacía ya un buen rato que habían tirado la toalla ante los destrozos permanentes de los bienes públicos, el surgimiento de los jóvenes dealers de la droga y la división del barrio en zonas ‒a veces mínimas, limitadas a dos o tres edificios‒ donde algunos adolescentes habrían de constituirse en jefes de banda y extorsionadores.
a nosotros nos era imposible cohabitar a menos de hacer lo que hacíamos: salir hacia nuestros trabajos o al supermercado y los niños a la escuela, en una ausencia total de vida vecinal. Además, las autoridades municipales hacía ya un buen rato que habían tirado la toalla ante los destrozos permanentes de los bienes públicos, el surgimiento de los jóvenes dealers de la droga y la división del barrio en zonas ‒a veces mínimas, limitadas a dos o tres edificios‒ donde algunos adolescentes habrían de constituirse en jefes de banda y extorsionadores.
Tuve mi primer contacto con ellos
cuando mi hijo cursaba el secundario. Una tarde, al regresar del colegio, el
matón de la zona lo interceptó en la vereda y, tras plantarle en índice en el pecho,
le dijo “si mañana a la tarde no me traés un televisor color, nos hacemos una
fiesta con vos”. Cuando mi hijo le respondió que no tenía un franco para poder
comprarlo, el otro, sin vuelta alguna le ordenó “traés el de tus viejos”.
Corrí al puesto de policía donde el
comisario me dijo que le advertiría al compadrito que se calmara pues estaba al
tanto del problema. Yo le exigí estar presente junto con mi hijo y él aceptó. Con
mi mujer decidimos no enviar nuestros hijos a la escuela al día siguiente por
temor a las agresiones. Cuando llegamos a la comisaría del barrio contiguo al
nuestro (llamado ”Surcouf” o “Las tres mil”, famosísimo por su violencia), el
compadrito estaba sentado al otro lado del escritorio, con los hombros tirados
hacia adelante y la cara compungida. Tener frente a mí a ese adolescente que
había cargado de angustia a toda mi familia y verlo estirar la trompita con
cara de El Chavo del 8, me llenó de indignación. El tipo aceptó la acusación de
mi hijo “porque no tenía tele en su casa” (si hay algo que verdaderamente no
debía faltarle a familia alguna en Francia es un televisor, en nuestro caso lo
alquilábamos). El comisario lo sermoneó duro, pero el otro no abría la boca ni
alzaba la vista. Le pedí al comisario que hablásemos a solas. En la oficina
contigua me quejé: “¡este tipo no va a parar si no se lo sanciona!”. Es un
menor, me aclaró el policía, no podemos hacer otra cosa. Imaginar a mi hijo
nuevamente acosado por el precoz aprendiz de malandra me hizo un nudo en la
garganta. Temblando de impotencia le rogué que entonces me autorizase a pegarle
unas trompadas de advertencia. El comisario casi me mete preso. Regresamos ante el
tipo y le exigió que no volviese a acercarse con pretexto alguno a mi hijo.
Agregó que si por mala suerte una piedra caía del cielo sobre la cabeza de mi
hijo, si mi auto aparecía rayado, si éramos víctimas de algún robo o mis hijos sufrían
un apriete de la parte de desconocidos, que él lo supondría su autor y
que le caería con “la pesada” encima.
Por suerte el incidente quedó ahí.
Varios años después, cuando tras mi divorcio
abandoné la cité (mis hijos se
quedaron en ella con su madre) y mi hijo se convirtió en un universitario de disuasivos
ciento diez kilos, se reencontró con el compadrito, a quien todo indicaba que la suerte le sonreía: lucía prendas
costosas y manejaba un auto de gama importante. “¿Así que estudiás para
abogado?”, le dijo. “Mirá vos. ¿Y cuánto tiempo de trabajar doce horas por día
vas a necesitar para tener el auto, las pilchas y la guita que yo tengo ahora
en el bolsillo? ¿Cuánto vas a tardar en juntar la guita para sacar de la cité a tu vieja y a tu hermana como yo
lo hice con mi familia?”
Lejos había quedado su etapa de
aprendiz de extorsionador: ya podía comprarse varios televisores por día con lo
que ganaba vendiendo drogas en Les Étangs.
En cuanto al barrio ‒como podrán
verlo en la foto‒ fue
completamente demolido en 2008.
(Continuará en la Segunda Parte)