5 de febrero de 2015

La deriva fundamentalista de los jóvenes musulmanes franceses. Mi testimonio.


Primera parte: El drama identitario de la tercera generación de inmigrantes maghrebinos y del África subsahariana.

Consideraciones previas.
El tema me llega a la médula: viví 25 años en París y sus alrededores, soy naturalizado francés, residí en una de las “cités” más conflictivas de Francia ‒edificios del estado, de alquileres muy accesibles ocupados mayormente por inmigrantes del Maghreb (Túnez, Argelia, Marruecos) y del África subsahariana conocida como África Negra‒, y fui docente varios años en la Universidad de Saint-Denis, que tiene una importante matriculación de alumnos de confesión musulmana. Como docente participé en eventos interculturales y en comisiones universitarias de investigación sobre temas árabo-africanos, lo que me llevó a un intercambio que hoy me permite aportar mi punto de vista, abierto a todos quienes deseen participar en el debate.

El drama identitario de la tercera generación de inmigrantes maghrebinos y del África subsahariana.
Cada primer día de clase, tras echar un vistazo a la veintena de alumnos que conformaban mi curso del primer año universitario y comprobar que muchas regiones del mundo se encontraban allí representadas, los saludaba de la siguiente manera: “yo me llamo Sergio, soy argentino”. Luego solicitaba a los flamantes alumnos que cada uno se presentase. “Yo soy Rachid, argelino; yo soy Thin Tze, tailandés; yo soy Mengano, senegalés; yo soy Zutano, portugués”, y así hasta el último.
Luego yo retomaba diciendo: “Yo nací en Buenos Aires, ¿y ustedes?”. Y ahí comenzaba el problema: la gran mayoría de ellos había nacido en algún lugar de Francia pero ninguno se había presentado como francés. El silencio se alargaba solito y la conclusión no necesitaba explicaciones. Yo alzaba los brazos en un gesto de resignación y reproche. “¿Alguien me puede explicar por qué no se presentan como franceses si cada uno de ustedes lo es? ¿Qué les impide decir soy francés de origen argelino, senegalés, tunecino o lo que fuese?”


El drama de estos jóvenes se acentuaba porque en los países de los que ellos se sentían originarios, ni sus familias los consideraban argelinos, senegaleses, tunecinos o marroquíes. Su manera de gesticular, la ignorancia de las costumbres locales, el acento, a veces la incomprensión del idioma y, hasta el modo de vestirse, los convertía, allá, en franceses. En el seno de sus familias instaladas en Francia por temor al desarraigo y, en muchos casos, por rencor hacia el ex colono rara vez se les inculcaba considerarse franceses, impidiéndoles de esa manera toda posibilidad de inserción y creándoles desde niños un problema de identidad que habría de agravarse en período escolar. Todo esto unido las situaciones de marginalización y de exclusión vividas en la periferia parisina, lugares donde el desempleo golpeó con más dureza a partir de los años ochenta.
El islam era entonces el único lazo sólido que les permitía mantener una cierta comunión con sus orígenes y darles un signo de identidad. Pero no siempre la manera en que se los transmitía la enseñanza familiar o la prédica de los imanes de sus barrios, les facilitaba una verdadera comunión con los “infieles” con quienes debían cohabitar y los aislaba de la sociedad.
Esto lo viví también cuando razones económicas me hicieron mudar con esposa e hijos de un barrio de clase media francesa a una de estas cités populosas donde las familias no musulmanas podían contarse con los dedos de una mano: Les Étangs (Los estanques), en Aulnay sous Bois.
El departamento en un décimo piso que alquilamos al Estado (los famosos HLM: apartamentos de alquiler moderado) era, para gente de recursos modestos como nosotros, un auténtico lujo: confortables cien metros cuadrados con dos, tres y hasta cuatro habitaciones según el grupo familiar; un living inmenso, cocina espaciosa completamente equipada; balcón, una plaza con juegos para los niños en la planta baja, un campo de deportes y la escuela. 
Nos instalamos en él con el enorme alivio de saber que, de allí en más, habríamos de vivir con comodidad. La identidad mayoritariamente musulmana del barrio ni siquiera entró en nuestras consideraciones ya que, al ser tan inmigrantes como ellos, la convivencia no tenía por qué presentar problema alguno sino que, muy por el contrario, hasta habría de ser simpática.
Sin embargo, a la semana de instalarnos comenzamos a dimensionar lo que significaba ser “sapo de otro pozo”, o sea, constituir una ínfima minoría en una comunidad de códigos radicalmente diferentes a los nuestros, con el agravante de que ignorábamos la importancia del resentimiento de los ex colonizados hacia sus ex colonos, potenciado por el hecho de vivir y alimentarse en el país de los segundos. Ellos no hacían la diferencia entre los franceses y nosotros: nuestro aspecto capitalino occidental de tradición católica nos denunciaba como “infieles” cuyo contacto podía poner en riesgo su identidad religiosa y cultural.
En lo cotidiano, la vida en una “cité” no era fácil. Nunca comprendimos por qué los niños destrozaban los juegos comunes de la placita, los vidrios de entrada a los monoblocks y todo lo que constituía nuestro propio confort vecinal, ante la mirada indolente de sus padres. Ni, tampoco, por qué la gente orinaba en las escaleras del edificio o en el ascensor, donde debíamos poner ladrillos para no meter los pies en el charco pestilente.
Durante la fiesta del Aid al-Kabir (celebración musulmana que representa la victoria de la confianza en Dios según lo narran el Corán y la Biblia), los corderos eran degollados en la bañaderas de los departamentos, cuando no en las escaleras del edificio, lo que dejaba un olor que no se iba del olfato por varias semanas ya que no siempre esos lugares se limpiaban convenientemente.
Cierta vez, los gritos desesperados de una mujer me hicieron asomarme al balcón: un hombre la golpeaba con ferocidad ante la indiferencia de los pasantes. Llamé a la policía y expliqué lo que estaba observando. El tipo me preguntó “¿son árabes?”. Sorprendido, le contesté “él tiene túnica”. Y el policía me respondió “Ah, bueno, no se preocupe, ellos son así”. Escandalizado, le advertí que si no mandaban un patrullero habríamos de vérnosla con un cadáver en la plaza. La respuesta quiso ser tranquilizadora: “no hay que inquietarse, ellos son así: le encajan unos cuantos bifes y después la dejan tranquila”.  Por supuesto que ningún patrullero se acercó (estoy hablando del año 1987, más o menos) y la mujer sobrevivió al menos a esa paliza pública.
Poco después conocí a un refugiado del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros, a quien la ONU lo había mandado al primer país dispuesto a recibirlo cuando se asiló en una embajada en Montevideo: Argelia. A poco de llegar a la tierra gobernada por el socialista FLN (cuyos manuales de guerra de guerrillas instruían a los tupamaros), lo desconcertó presenciar en plena calle una escena como la que yo viera desde mi balcón en Les Étangs y que, tanto la gente como la policía, se agruparan en torno a la golpeada sin que nadie hiciese nada para detener la paliza. Otro refugiado ‒que llevaba más tiempo radicado en el paísle explicó que por muy socialista que fuera el gobierno, las costumbres islámicas no se modificaban y las mujeres eran propiedad del hombre más cercano de la familia (esposo, hermano, suegro, cuñado…) y que golpearla no estaba penado por la ley revolucionaria.
Pero el choque más importante lo vivimos a siete u ocho meses de nuestra instalación en el barrio. Nuestros hijos no querían ir a la escuela porque eran segregados por sus compañeritos, situación que se prolongaba cuando trataban de jugar con ellos en los espacios comunes de la cité. Los argumentos utilizados contra mis hijos eran tales como “no son primos” haciendo referencia a su carácter de no musulmanes comen cerdo, o bien que mi hija entonces de siete años mostraba sus piernas en la piscina.
Mi desconcierto fue total: ¡ser víctimas de racismo de la parte de inmigrantes que, a su vez, se quejaban del racismo francés!
Alarmado por la posible depresión en la que podrían caer, pedí una audiencia con el intendente de la ciudad. Tras explicarle el problema, me dijo que ya había intervenido en casos similares y me autorizó a pasar a mis hijos a una escuela donde el ambiente religioso fuera mucho más mezclado. Fue la solución, pero la distancia que los niños del barrio pusieron entre ellos y mis hijos no se achicó jamás.
Las raras veces que conté esta anécdota en Argentina, recibí de algún interlocutor una mirada socarrona con la que dudaba de la veracidad de mi relato o, en todo caso, lo tomaba como una simple manifestación de arabofobia de mi parte.
Esa ciudad de la región parisina fue, en 2005, uno de los centros más violentos de manifestaciones sociales donde se incendiaron cientos de vehículos diez mil en toda Francia a lo largo del mes de noviembre, al punto que debió declararse el estado de urgencia lo mismo que escuelas, gimnasios populares y jardines de infantes, acompañados de saqueos de negocios.
En aquel entonces yo trabajaba como vendedor ambulante de ropas económicas en los mercados de la periferia parisina. En la feria, la relación con el “mundo inmigrante” al cual yo pertenecía era cordial. Tener por clientas a mujeres con velo parcial (hidjeb) o sus diferentes variedades hasta el total (la burka), era para mí tan común que sólo me sorprendían aquellas que vestían a la manera occidental y deambulaban con la cabeza completamente descubierta. Durante las pausas para un café que me otorgaba a media mañana, pude intercambiar con mis colegas sobre muchos temas que hacían a la convivencia africano-occidental en Francia. Recuerdo a Ahmed, un argelino de unos treinta y cinco años, trabajador, ocurrente y solidario, perfectamente adaptado a la vida en su país de adopción, que, cada tanto, en medio de una charla llena de carcajadas alrededor del tema “mujeres”, de pronto cobraba seriedad y apuntándome con el dedo me advertía: “sí, pero nunca hay que mezclar la raza”, así, en singular, no decía “las razas”, con lo que me quedaba clarito que se estaba refiriendo a la suya. Como en muchas otras comunidades de inmigrantes de horizontes diversos, se ponía bastante celo para evitar que sus integrantes cayesen en la mixtura.
Recuerdo a otro colega, un buen hombre marroquí de unos sesenta años que no perdía oportunidad de decir que él respetaba a todos los cultos ya que todos teníamos el mismo Dios. “Entonces usted dejaría que su hija se casase con un judío o un católico?” me animé a preguntarle una vez. Y ahí su respuesta fue como la de Ahmed: “no es bueno mezclar la raza”.
La fiesta del Ramadán (mes de ayuno musulmán), se sentía bastante en la feria: adultos, jóvenes y niños manifestaban una cierta irascibilidad tras muchas horas de abstinencia alimentaria. Lo mismo habría de notar cuando, años después, ejerciera en la universidad.
Mi época de comerciante en los mercados (trabajaba a porcentaje sobre las ventas) no fue un buen período para mí. La rentabilidad era casi nula, los robos de mercaderías de mi stand eran imposibles de limitar (cinco o diez mujeres codo a codo cubiertas por el velo se inclinaban sobre los artículos en medio de un parloterío que distraía y los pasaban por entre sus ropas a las otras cinco o diez que tenían atrás y que se retiraban con ellos). Recuerdo que los auténticos reyes de las ferias eran los “placeros”, empleados del municipio que se encargaban de otorgarle a los puesteros un lugar en el mercado (cada día diferente) a condición de recibir coimas suculentas. Estos eran siempre franceses y yo no sólo fui testigo de las sumas enormes que recibían (además de su salario oficial) sino que también debía pagarlas para obtener un lugarcito y poner mi ropa. 
En mi relación laboral, vecinal y luego de docente con los musulmanes, pude constatar que el miedo a la dilución cultural y religiosa de “su raza” como diría Amhed en la occidental, sociedad francesa en este caso, fue una constante. Esta actitud defensiva se hacía más perceptible en la cité, donde la imagen social intracomunitaria acentuaba la rigidez de las reglas y de los códigos.
En Les Étangs, la vida estaba regida por hábitos y códigos con los cuales
a nosotros nos era imposible cohabitar a menos de hacer lo que hacíamos: salir hacia nuestros trabajos o al supermercado y los niños a la escuela, en una ausencia total de vida vecinal. Además, las autoridades municipales hacía ya un buen rato que habían tirado la toalla ante los destrozos permanentes de los bienes públicos, el surgimiento de los jóvenes dealers de la droga y la división del barrio en zonas a veces mínimas, limitadas a dos o tres edificios donde algunos adolescentes habrían de constituirse en jefes de banda y extorsionadores.
Tuve mi primer contacto con ellos cuando mi hijo cursaba el secundario. Una tarde, al regresar del colegio, el matón de la zona lo interceptó en la vereda y, tras plantarle en índice en el pecho, le dijo “si mañana a la tarde no me traés un televisor color, nos hacemos una fiesta con vos”. Cuando mi hijo le respondió que no tenía un franco para poder comprarlo, el otro, sin vuelta alguna le ordenó “traés el de tus viejos”.
Corrí al puesto de policía donde el comisario me dijo que le advertiría al compadrito que se calmara pues estaba al tanto del problema. Yo le exigí estar presente junto con mi hijo y él aceptó. Con mi mujer decidimos no enviar nuestros hijos a la escuela al día siguiente por temor a las agresiones. Cuando llegamos a la comisaría del barrio contiguo al nuestro (llamado ”Surcouf” o “Las tres mil”, famosísimo por su violencia), el compadrito estaba sentado al otro lado del escritorio, con los hombros tirados hacia adelante y la cara compungida. Tener frente a mí a ese adolescente que había cargado de angustia a toda mi familia y verlo estirar la trompita con cara de El Chavo del 8, me llenó de indignación. El tipo aceptó la acusación de mi hijo “porque no tenía tele en su casa” (si hay algo que verdaderamente no debía faltarle a familia alguna en Francia es un televisor, en nuestro caso lo alquilábamos). El comisario lo sermoneó duro, pero el otro no abría la boca ni alzaba la vista. Le pedí al comisario que hablásemos a solas. En la oficina contigua me quejé: “¡este tipo no va a parar si no se lo sanciona!”. Es un menor, me aclaró el policía, no podemos hacer otra cosa. Imaginar a mi hijo nuevamente acosado por el precoz aprendiz de malandra me hizo un nudo en la garganta. Temblando de impotencia le rogué que entonces me autorizase a pegarle unas trompadas de advertencia. El comisario casi me mete preso. Regresamos ante el tipo y le exigió que no volviese a acercarse con pretexto alguno a mi hijo. Agregó que si por mala suerte una piedra caía del cielo sobre la cabeza de mi hijo, si mi auto aparecía rayado, si éramos víctimas de algún robo o mis hijos sufrían un apriete de la parte de desconocidos, que él lo supondría su autor y que le caería con “la pesada” encima.
Por suerte el incidente quedó ahí.
Varios años después, cuando tras mi divorcio abandoné la cité (mis hijos se quedaron en ella con su madre) y mi hijo se convirtió en un universitario de disuasivos ciento diez kilos, se reencontró con el compadrito, a quien todo indicaba que la suerte le sonreía: lucía prendas costosas y manejaba un auto de gama importante. “¿Así que estudiás para abogado?”, le dijo. “Mirá vos. ¿Y cuánto tiempo de trabajar doce horas por día vas a necesitar para tener el auto, las pilchas y la guita que yo tengo ahora en el bolsillo? ¿Cuánto vas a tardar en juntar la guita para sacar de la cité a tu vieja y a tu hermana como yo lo hice con mi familia?”
Lejos había quedado su etapa de aprendiz de extorsionador: ya podía comprarse varios televisores por día con lo que ganaba vendiendo drogas en Les Étangs.
En cuanto al barrio como podrán verlo en la foto fue completamente demolido en 2008.

(Continuará en la Segunda Parte)